viernes, 25 de noviembre de 2011

PÁGINA ASESINA

Julio Cortázar

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
FIN

LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS

Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.
FIN

UN PACTO CON EL DIABLO

Juan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
-¿Siete nomás?
-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
-El diablo.
-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.
-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
-Entonces el diablo...
-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
-Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
-Siendo así...
-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
-¿Y si Daniel se arrepiente?...
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces...
-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.
-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.
-¿Qué dice usted?
-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.
-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
-Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
-¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
-Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
-Usted, ¿es muy pobre?
-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.
-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...
-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida...
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
-Aquí, en la cartera, llevo un documento que...
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
-Trato hecho. Sólo pongo una condición.
El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
-¿Qué condición?
-Me gustaría ver el final de la película -contesté.
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
-¿Me da usted su palabra?
-Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:
-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
-Tu alma vale más que todo eso, Daniel...
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, me dijo:
-Pareces agitado.
-No, nada, es que...
-¿No te ha gustado la película?
-Sí, pero...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
-¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
-Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
-Tuve un sueño, y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.
FIN

PUEBLERINA

Juan José Arreola


Al volver la cabeza sobre el lado derecho para dormir el último, breve y delgado sueño de la mañana, don Fulgencio tuvo que hacer un gran esfuerzo y empitonó la almohada. Abrió los ojos. Lo que hasta entonces fue una blanda sospecha, se volvió certeza puntiaguda.
Con un poderoso movimiento del cuello don Fulgencio levantó la cabeza, y la almohada voló por los aires. Frente al espejo, no pudo ocultarse su admiración, convertido en un soberbio ejemplar de rizado testuz y espléndidas agujas. Profundamente insertados en la frente, los cuernos eran blanquecinos en su base, jaspeados a la mitad, y de un negro aguzado en los extremos.
Lo primero que se le ocurrió a don Fulgencio fue ensayarse el sombrero. Contrariado, tuvo que echarlo hacia atrás: eso le daba un aire de cierta fanfarronería.
Como tener cuernos no es una razón suficiente para que un hombre metódico interrumpa el curso de sus acciones, don Fulgencio emprendió la tarea de su ornato personal, con minucioso esmero, de pies a cabeza. Después de lustrarse los zapatos, don Fulgencio cepilló ligeramente sus cuernos, ya de por sí resplandecientes.
Su mujer le sirvió el desayuno con tacto exquisito. Ni un solo gesto de sorpresa, ni la más mínima alusión que pudiera herir al marido noble y pastueño. Apenas si una suave y temerosa mirada revoloteó un instante, como sin atreverse a posar en las afiladas puntas.
El beso en la puerta fue como el dardo de la divisa. Y don Fulgencio salió a la calle respingando, dispuesto a arremeter contra su nueva vida. Las gentes lo saludaban como de costumbre, pero al cederle la acera un jovenzuelo, don Fulgencio adivinó un esguince lleno de torería. Y una vieja que volvía de misa le echó una de esas miradas estupendas, insidiosa y desplegada como una larga serpentina. Cuando quiso ir contra ella el ofendido, la lechuza entró en su casa como el diestro detrás de un burladero. Don Fulgencio se dio un golpe contra la puerta, cerrada inmediatamente, que le hizo ver estrellas. Lejos de ser una apariencia, los cuernos tenían que ver con la última derivación de su esqueleto. Sintió el choque y la humillación hasta la punta de los pies.
Afortunadamente, la profesión de don Fulgencio no sufrió ningún desdoro ni decadencia. Los clientes acudían a él entusiasmados, porque su agresividad se hacía cada vez más patente en el ataque y la defensa. De lejanas tierras venían los litigantes a buscar el patrocinio de un abogado con cuernos.
Pero la vida tranquila del pueblo tomó a su alrededor un ritmo agobiante de fiesta brava, llena de broncas y herraderos. Y don Fulgencio embestía a diestro y siniestro, contra todos, por quítame allá esas pajas. A decir verdad, nadie le echaba sus cuernos en cara, nadie se los veía siquiera. Pero todos aprovechaban la menor distracción para ponerle un buen par de banderillas; cuando menos, los más tímidos se conformaban con hacerle unos burlescos y floridos galleos. Algunos caballeros de estirpe medieval no desdeñaban la ocasión de colocar a don Fulgencio un buen puyazo, desde sus engreídas y honorables alturas. Las serenatas del domingo y las fiestas nacionales daban motivo para improvisar ruidosas capeas populares a base de don Fulgencio, que achuchaba, ciego de ira, a los más atrevidos lidiadores.
Mareado de verónicas, faroles y revoleras, abrumado con desplantes, muletazos y pases de castigo, don Fulgencio llegó a la hora de la verdad lleno de resabios y peligrosos derrotes, convertido en una bestia feroz. Ya no lo invitaban a ninguna fiesta ni ceremonia pública, y su mujer se quejaba amargamente del aislamiento en que la hacía vivir el mal carácter de su marido.
A fuerza de pinchazos, varas y garapullos, don Fulgencio disfrutaba sangrías cotidianas y pomposas hemorragias dominicales. Pero todos los derrames se le iban hacia dentro, hasta el corazón hinchado de rencor.
Su grueso cuello de Miura hacía presentir el instantáneo fin de los pletóricos. Rechoncho y sanguíneo, seguía embistiendo en todas direcciones, incapaz de reposo y de dieta. Y un día que cruzaba la plaza de armas, trotando a la querencia, don Fulgencio se detuvo y levantó la cabeza azorado, al toque de un lejano clarín. El sonido se acercaba, entrando en sus orejas como una tromba ensordecedora. Con los ojos nublados, vio abrirse a su alrededor un coso gigantesco; algo así como un Valle de Josafat lleno de prójimos con trajes de luces. La congestión se hundió luego en su espina dorsal, como una estocada hasta la cruz. Y don Fulgencio rodó patas arriba sin puntilla.
A pesar de su profesión, el notorio abogado dejó su testamento en borrador. Allí expresaba, en un sorprendente tono de súplica, la voluntad postrera de que al morir le quitaran los cuernos, ya fuera a serrucho, ya a cincel y martillo. Pero su conmovedora petición se vio traicionada por la diligencia de un carpintero oficioso, que le hizo el regalo de un ataúd especial, provisto de dos vistosos añadidos laterales.
Todo el pueblo acompañó a don Fulgencio en el arrastre, conmovido por el recuerdo de su bravura. Y a pesar del apogeo luctuoso de las ofrendas, las exequias y las tocas de la viuda, el entierro tuvo un no sé qué de jocunda y risueña mascarada.
FIN


EL GUARDAJUGAS


Juan José Arreola

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
FIN

EN LA DROGUERIA

Leopoldo Alas (Clarin)

El pobre Bernardo, carpintero de aldea, a fuerza de trabajo, esmero, noble ambición, había ido afinando, afinando la labor; y D. Benito el droguero, ricacho de la capital, a quien Bernardo conocía por haber trabajado para él en una casa de campo, le ofreció nada menos que emplearle, con algo más de jornal, poco, en la ciudad, bajo la dirección de un maestro, en las delicadezas de la estantería y artesonado de la droguería nueva que D. Benito iba a abrir en la Plaza Mayor, con asombro de todo el pueblo y ganancia segura para él, que estaba convencido de que iría siempre viento en popa.
Bernardo, en la aldea, aun con tanto afán, ganaba apenas lo indispensable para que no se muriesen de hambre los cinco hijos que le había dejado su Petra, y aquella queridísima y muy anciana madre suya, siempre enferma, que necesitaba tantas cosas y que le consumía la mitad del jornal misérrimo.
Su madre era una carga, pero él la adoraba; sin ella la negrura de su viudez le parecería mucho más lóbrega, tristísima.
Bernardo, con el cebo del aumento de jornal, no vaciló en dejar el campo y tomar casa en un barrio de obreros de la ciudad, malsano, miserable.
-Por lo demás, -decía-, de los aires puros de la aldea me río yo; mis hijos están siempre enfermuchos, pálidos; viven entre estiércol, comen de mala manera y el aire no engorda a nadie. Mi madre, metida siempre en su cueva, lo mismo se ahogará en un rincón de una casucha de la ciudad que en su rincón de la choza en que vivimos.
Tenía razón. Y se fue a la ciudad. Pero en la aldea no conocía una terrible necesidad que en el pueblo echaron de ver él y su madre, por imitación, por el mal ejemplo: el médico y sus recetas. Los demás obreros del barrio tenían, por módico estipendio, asistencia facultativa y ciertas medicinas, gracias a una Sociedad de socorros mutuos. En el campo, cada año, o antes si había peligro de muerte, veían al médico del Concejo que recetaba chocolate.
Ramona, la madre, con aquel refinamiento de la asistencia médica, empezó a acariciar una esperanza loca, de puro lujo: la de sanar, o mejorar algo a lo menos, gracias a dar el pulso a palpar y enseñarle la lengua al doctor, y gracias, sobre todo, a los jarabes de la botica. Bernardo llegó a participar de la ilusión y de la pasión de su madre. Soñó con curarla a fuerza de médicos y cosas de la botica. El doctor, chapado a la antigua, era muy amigo de firmar recetas; no era de estos que curan con higiene y buenos consejos. Creía en la farmacopea, y era además aristócrata en materia médica; es decir, que las medicinas caras, para ricos, le parecían superiores, infalibles. Metía en casa de los pobres el infierno de la ambición; el anhelo de aplacar el dolor con los remedios que a los ricos les costaban un dineral.
El tal Galeno, después de recetar, limitándose los cortos alcances que la Sociedad le permitía, respiraba recio, con cierta lástima desdeñosa, y daba a entender bien claramente que aquello podía ser la carabina de Ambrosio: que la verdadera salud estaba en tal y cual tratamiento, que costaba un dineral; pues entraban en él viajes, cambios de aire, baños, duchas, aparatos para respirar, para sentarse, para todo, brebajes reconstituyentes muy caros y de eso muy prolongado... en fin, el paraíso inasequible del enfermo sin posibles...
Bernardo tenía el alma obscurecida, atenaceada por una sorda cólera contra los ricos que se curaban a fuerza de dinero; entre los suspiros, las quejas y sugestiones de su madre, y aquella constante tentación de las palabras del médico que le enseñaba el cielo de la salud de su madre... allá, en el abismo inabordable, le habían cambiado el humor y las ideas; ya no era un trabajador resignado, sino un esclavo del jornal, que oía pálido y rencoroso las predicaciones del socialismo que en derredor suyo vagaban como rumor de avispas en conjura. No envidiaba los palacios, los coches, las galas; envidiaba los baños, los aparatos, las medicinas caras. Ahí estaba la injusticia: en que unos, por ricos, se curaran, y los pobres, por pobres, no.
Para echar más leña al fuego, vino la amistad con el droguero D. Benito. Terminada la obra de los lujosos anaqueles, abierta solemnemente al público la nueva tienda, conforme a los últimos adelantos, de manera que, según frase que corrió mucho, nada tenía que envidiar al mejor establecimiento de París, en su clase. Bernardo tomó la costumbre de pasar algún rato, después del trabajo en la droguería, conversando con los dependientes de D. Benito y con el mismo D. Benito. Bernardo se creía un poco partícipe de la gloria de aquel gran palacio de la salud puesto que había trabajado en toda la obra de ebanistería. Además, le atraían los cacharros, aquella luciente porcelana con letreros de oro, que encerraba, como en urnas sagradas, el misterio de la salud, a precios fabulosos, imposibles para un jornalero.
Ante los escaparates, Bernardo se extasiaba. Admiraba, primero, una especie de Apolo, de barro barnizado, que sonreía frente a la plaza, tras los cristales, rodeado de vendas, como una momia egipcia, con un brazo en cabestrillo y una pierna rota, sujeta por artísticos rodrigones ortopédicos. Admiraba las grandes esponjas, que curaban con chorros de agua; los aparatos de goma, para cien usos, para mil comodidades de los enfermos; los frascos transparentes, llenos de píldoras que costaban caras, como perlas; las botellas elegantes, aristocráticas, bien lacradas y envueltas en vistosos papeles, como damas abrigadas con ricos chales; botellas de vinos de los dioses, todos dulzura y fuerza, la salud, la vida en cuatro gotas.
Todo lo admiraba, porque en todo creía; porque el médico de su madre le había hecho supersticioso de la religión de los específicos, de las curas infalibles, pero lentas, carísimas. Y D. Benito, y su gente, por la cuenta que les tenía, y por amor al arte, y por ver al pobre carpintero pasmado ante tanto prodigio, remachaban el clavo describiéndole las curas maravillosas de estas y las otras drogas, del vino tal, de los granos cuál y del extracto X. Pero... lo de siempre: todo era muy caro, todo exigía perseverancia, uso continuo durante mucho tiempo...; es decir, todo exigía que Bernardo, para curar a su madre con aquellos portentos, gastase en un mes lo que ganaba en un año...
Y el infeliz se contentaba con mirar, palpar a veces, tomar en peso paquetes, frascos, botellas, etc., etcétera... y suspirar y resignarse. Su pobre madre no curaría; porque él podía comprarle, con gran sacrificio, la medicina cara una vez, dos veces... pero luego, ¿qué? El mal vendría más fiero y el dinero se habría acabado y hasta el crédito... y... imposible, imposible.
La prueba de que todo aquello era para ricos, muy caro, estaba en lo rico que se había hecho don Benito; tenía ya millones... Era un trato: él daba la salud y a él le pesaban en oro... los que podían.
* * *
Una tarde vio Bernardo entrar en la droguería a un anciano que parecía un difunto; un difunto de muy mal humor, con un ceño que era mueca de condenado; encorvado, como si estuviese herido por una maldición del cielo, con la respiración anhelante, irregular, los pómulos salientes, los ojos brillantes y angustiosos de modo siniestro. Vestía traje de muy buen corte, de riquísimo paño, pero muy descuidadamente. Entró sin saludar, se sentó en un sillón que solía ocupar D. Benito, y al momento le rodearon, con grandes muestras de respeto, todos los dependientes.
A poco se presentó el amo, gorra en mano, y haciendo reverencias.
-¡Oh, D. Romualdo! Cuánta honra... después de siglos...
-Perdona, Benito; pero si vengo por aquí de tarde en tarde es... porque... ya sabes que todo esto me revienta. Si tuvieras tienda de juguetes no faltaría una tarde... de las pocas que el condenado mal me deja salir de casa. Pero estas porquerías (y señalaba a los cacharros de los anaqueles) me repugnan... ¡Qué farsa! ¡Los médicos! ¡Mal rayo! Cada receta un pecado mortal...
D. Benito y los suyos sonrieron; no osaron contradecir al D. Romualdo, que parecía un muerto muy bien vestido.
Por la conversación que siguió, fue Bernardo enterándose de cosas que le vino muy bien saber.
D. Romualdo era el primer ricachón del pueblo, protector illo tempore de D. Benito; enfermo crónico, desesperado, sin resignación, furioso, con un achaque por cada millón, inútil para curar sus males. Muchos años hacía, también aquel millonario había creído, como el jornalero Bernardo, en el misterioso prestigio de la medicina infalible, en el don de salud de la receta cara; con vanidad, con orgullo, casi contento con tener que poner a prueba el poder mágico del dinero, creyendo que hasta alcanzaba a dar vida, energía, buenas carnes y buen humor, el Fúcar aquel había derrochado miles y miles en toda clase de locuras y lujos terapéuticos; conocía mejor, y por cara experiencia, las termas célebres de uno y otro país que el famoso Montaigne, tan perito en aguas saludables; no había aparato costoso, útil para sus males, que él no hubiera ensayado; en elixires, extractos y vinos nutritivos había empleado caudales... y al cabo, viejo, desengañado, hasta con remordimientos por haber creído y predicado tanto aquella religión de la salud a la fuerza y a costa de oro, confesaba con rabia de condenado la impotencia de la riqueza, la inutilidad de las invenciones humanas para impedir las enfermedades necesarias y la muerte.
De tarde en tarde, y como por el placer de ir a insultar a las engañosas drogas, en su casa, cara a cara, se presentaba D. Romualdo en la lujosa tienda de D. Benito, donde tanto gasto había hecho, donde ya no gastaba ni un real. Su tema era repetir a su antiguo protegido:
-¿Por qué no te deshaces de toda esta farsa, de toda esta porquería, y pones almacén de juguetes? No es menos serio y es más sincero; así no se engaña a nadie: venderías los cañones, los sables de mentirijillas por lo que son; no dirías: esto es de verdad, sino, es broma.
Notó Bernardo que allí nadie se atrevía a contradecir aquel dogma de la inutilidad de drogas y recetas, caras o baratas; todos decían amén a los desprecios del ricacho; nadie le proponía tal o cual específico para ninguno de los infinitos dolores de que se quejaba. En cambio, se tomaban muy en serio las últimas esperanzas de curación que D. Romualdo ponía: 1.º en un apóstol que acababa de llegar al pueblo y curaba con agua de la fuente y falsos latines... y 2.º en un viaje a Lourdes.
* * *
Cuando se marchó D. Romualdo de la droguería, lanzando furiosas miradas de ira y de desprecio a estantes y escaparates, Bernardo, que no había dicho palabra, se levantó, dio las buenas tardes y salió a la calle. Respiró con fuerza.
Se fue a dar un paseo hacia las afueras, al campo. Ya obscurecía. Las estrellas le dijeron algo de igualdad en lo inmenso, de igualdad en la pequeñez de la miseria humana. Su madre no sanaba... porque hay que morir..., no por pobre... D. Romualdo no sanaba tampoco... El dinero... las medicinas caras... ilusiones. Todos iguales, pensaba, todos nada. Y, entre triste y satisfecho, sentía un consuelo.

DOS SABIOS

Lopoldo Alas, (Clarin)


En el balneario de Aguachirle, situado en lo más frondoso de una región de España muy fértil y pintoresca, todos están contentos, todos se estiman, todos se entienden, menos dos ancianos venerables, que desprecian al miserable vulgo de los bañistas y mutuamente se aborrecen.
¿Quiénes son? Poco se sabe de ellos en la casa. Es el primer año que vienen. No hay noticias de su procedencia. No son de la provincia, de seguro; pero no se sabe si el uno viene del Norte y el otro del Sur, o viceversa,... o de cualquier otra parte. Consta que uno dice llamarse D. Pedro Pérez y el otro D. Álvaro Álvarez. Ambos reciben el correo en un abultadísimo paquete, que contiene multitud de cartas, periódicos, revistas, y libros muchas veces. La gente opina que son un par de sabios.
Pero ¿qué es lo que saben? Nadie lo sabe. Y lo que es ellos, no lo dicen. Los dos son muy corteses, pero muy fríos con todo el mundo e impenetrables. Al principio se les dejó aislarse, sin pensar en ellos; el vulgo alegre desdeñó el desdén de aquellos misteriosos pozos de ciencia, que, en definitiva, debían de ser un par de chiflados caprichosos, exigentes en el trato doméstico y con berrinches endiablados, bajo aquella capa superficial de fría buena crianza. Pero, a los pocos días, la conducta de aquellos señores fue la comidilla de los desocupados bañistas, que vieron una graciosísima comedia en la antipatía y rivalidad de los viejos.
Con gran disimulo, porque inspiraban respeto y nadie osaría reírse de ellos en sus barbas, se les observaba, y se saboreaban y comentaban las vicisitudes de la mutua ojeriza, que se exacerbaba por las coincidencias de sus gustos y manías, que les hacían buscar lo mismo y huir de lo mismo, y sobre ello, morena.
* * *
Pérez había llegado a Aguachirle algunos días antes que Álvarez. Se quejaba de todo; del cuarto que le habían dado, del lugar que ocupaba en la mesa redonda, del bañero, del pianista, del médico, de la camarera, del mozo que limpiaba las botas, de la campana de la capilla, del cocinero, y de los gallos y los perros de la vecindad, que no le dejaban dormir. De los bañistas no se atrevía a quejarse, pero eran la mayor molestia. «¡Triste y enojoso rebaño humano! Viejos verdes, niñas cursis, mamás grotescas, canónigos egoístas, pollos empalagosos, indianos soeces y avaros, caballeros sospechosos, maníacos insufribles, enfermos repugnantes, ¡peste de clase media! ¡Y pensar que era la menos mala! Porque el pueblo... ¡Uf! ¡El pueblo! Y aristocracia, en rigor, no la había. ¡Y la ignorancia general! ¡Qué martirio tener que oír, a la mesa, sin querer, tantos disparates, tantas vulgaridades que le llenaban el alma de hastío y de tristeza!».
Algunos entrometidos, que nunca faltan en los balnearios, trataron de sonsacar a Pérez sus ideas, sus gustos; de hacerle hablar, de intimar en el trato, de obligarle a participar de los juegos comunes; hasta hubo un tontiloco que le propuso bailar un rigodón con cierto dueña... Pérez tenía un arte especial para sacudirse estas moscas. A los discretos los tenía lejos de sí a las pocas palabras; a los indiscretos, con más trabajo y alguna frialdad inevitable; pero no tardaba mucho en verse libre de todos.
Además, aquella triste humanidad le estorbaba en la lucha por las comodidades; por las pocas comodidades que ofrecía el establecimiento. Otros tenían las mejores habitaciones, los mejores puestos en la mesa; otros ocupaban antes que él los mejores aparatos y pilas de baño; y otros, en fin, se comían las mejores tajadas.
El puesto de honor en la mesa central, puesto que llevaba anejo el mayor mimo y agasajo del jefe de comedor y de los dependientes, y puesto que estaba libre de todas las corrientes de aire entre puertas y ventanas, terror de Pérez, pertenecía a un señor canónigo, muy gordo y muy hablador; no se sabía si por antigüedad o por odioso privilegio.
Pérez, que no estaba lejos del canónigo, le distinguía con un particular desprecio; lo envidiaba, despreciándole, y le miraba con ojos provocativos, sin que el otro se percatara de tal cosa. Don Sindulfo, el canónigo, había pretendido varias veces pegar la hebra con Pérez; pero éste le había contestado siempre con secos monosílabos. Y D. Sindulfo le había perdonado, porque no sabía lo que se hacía, siendo tan saludable la charla a la mesa para una buena digestión.
Don Sindulfo tenía un estómago de oro, y le entusiasmaba la comida de fonda, con salsas picantes y otros atractivos; Pérez tenía el estómago de acíbar, y aborrecía aquella comida llena de insoportables galicismos. Don Sindulfo soñaba despierto en la hora de comer; y D. Pedro Pérez temblaba al acercarse el tremendo trance de tener que comer sin gana.
-¡Ya va un toque! -decía sonriendo a todos don Sindulfo, y aludiendo a la campana del comedor.
-¡Ya han tocado dos veces! -exclamaba a poco, con voz que temblaba de voluptuosidad.
Y Pérez, oyéndole, se juraba acabar cierta monografía que tenía comenzada proponiendo la supresión de los cabildos catedrales.
Fue el sabio díscolo y presunto minando el terreno, intrigando con camareras y otros empleados de más categoría, hasta hacerse prometer, bajo amenaza de marcharse, que en cuanto se fuera el canónigo, que sería pronto, el puesto de honor, con sus beneficios, sería para él, para Pérez, costase lo que costase. También se le ofreció el cuarto de cierta esquina del edificio, que era el de mejores vistas, el más fresco y el más apartado del mundanal y fondil ruido. Y para tomar café, se le prometió cierto rinconcito, muy lejos del piano, que ahora ocupaba un coronel retirado, capaz de andar a tiros con quien se lo disputara. En cuanto el coronel se marchase, que no tardaría, el rinconcito para Pérez.
* * *
En esto llegó Álvarez. Aplíquesele todo lo dicho acerca de Pérez. Hay que añadir que Álvarez tenía el carácter más fuerte, el mismo humor endiablado, pero más energía y más desfachatez para pedir gollerías.
También le aburría aquel rebaño humano, de vulgaridad monótona; también se le puso en la boca del estómago el canónigo aquel, de tan buen diente, de una alegría irritante y que ocupaba en la mesa redonda el mejor puesto. Álvarez miraba también a don Sindulfo con ojos provocativos, y apenas le contestaba si el buen clérigo le dirigía la palabra. Álvarez también quiso el cuarto que solicitaba Pérez y el rincón donde tomaba café el coronel.
A la mesa notó Álvarez que todos eran unos majaderos y unos charlatanes... menos un señor viejo y calvo, como él, que tenía enfrente y que no decía palabra, ni se reía tampoco con los chistes grotescos de aquella gente.
«No era charlatán, pero majadero también lo sería. ¿Por qué no?» Y empezó a mirarle con antipatía. Notó que tenía mal genio, que era un egoísta y maniático por el afán de imposibles comodidades.
«Debe de ser un profesor de instituto o un archivero lleno de presunción. Y él, Álvarez, que era un sabio de fama europea, que viajaba de incógnito, con nombre falso, para librarse de curiosos o impertinentes admiradores, aborrecía ya de muerte al necio pedantón que se permitía el lujo de creerse superior a la turbamulta del balneario. Además, se le figuraba que el archivero le miraba a él con ira, con desprecio; ¡habríase visto insolencia!».
Y no era eso lo peor: lo peor era que coincidían en gustos, en preferencias que les hacían muchas veces incompatibles.
No cabían los dos en el balneario. Álvarez se iba al corredor en cuanto el pianista la emprendía con la Rapsodia húngara... Y allí se encontraba a Pérez, que huía también de Listz adulterado. En el gabinete de lectura nadie leía el Times... más que el archivero, y justamente a las horas en que él, Álvarez el falso, quería enterarse de la política extranjera en el único periódico de la casa que no le parecía despreciable.
«El archivero sabe inglés. ¡Pedante!».
A las seis de la mañana, en punto, Álvarez salía de su cuarto con la mayor reserva, para despachar las más viles faenas con que su naturaleza animal pagaba tributo a la ley más baja y prosaica... ¡Y Pérez, obstruccionista, odioso, tenía, por lo visto, la misma costumbre, y buscaba el mismo lugar con igual secreto... y ¡aquello no podía aguantarse!
No gustaba Álvarez de tomar el fresco en los jardines ramplones del establecimiento, sino que buscaba la soledad de un prado de fresca hierba, y en cuesta muy pina, que había a espaldas de la casa... Pues allá, en lo más alto del prado, a la sombra de su manzano..., se encontraba todas las tardes a Pérez, que no soñaba con que estaba estorbando.
Ni Pérez ni Álvarez abandonaban el sitio; se sentaban muy cerca uno de otro, sin hablarse, mirándose de soslayo con rayos y centellas.
* * *
Si el archivero supuesto tales simpatías merecía al fingido Álvarez, Álvarez a Pérez le tenía frito, y ya Pérez le hubiera provocado abiertamente si no hubiera advertido que era hombre enérgico y, probablemente, de más puños que él.
Pérez, que era un sabio hispano-americano del Ecuador, que vivía en España muchos años hacía, estudiando nuestras letras y ciencias y haciendo frecuentes viajes a París, Londres, Rusia, Berlín y otras capitales; Pérez, que no se llamaba Pérez, sino Gilledo, y viajaba de incógnito, a veces, para estudiar las cosas de España, sin que estas se las disfrazara nadie al saberse quien él era; digo que Gilledo o Pérez había creído que el intruso Álvarez, era alguna notabilidad de campanario, que se daba tono de sabio con extravagancias y manías que no eran más que pura comedia. Comedia que a él le perjudicaba mucho, pues, sin duda por imitarle, aquel desconocido, boticario probablemente, se le atravesaba en todas sus cosas: en el paseo, en el corredor, en el gabinete de lectura y en los lugares menos dignos de ser llamados por su nombre.
Pérez había notado también que Álvarez despreciaba -131- o fingía despreciar a la multitud insípida y que miraba con rencor y desfachatez al canónigo que presidía la mesa.
La antipatía, el odio se puede decir, que mutuamente se profesaban los sabios incógnitos crecía tanto de día en día, que los disimulados testigos de su malquerencia llegaron a temer que el sainete acabara en tragedia, y aquellos respetables y misteriosos vejetes se fueran a las manos.
* * *
Llegó un día crítico. Por casualidad, en el mismo tren se marcharon el canónigo, el bañista que ocupaba la habitación tan apetecida, y el coronel que dejaba libre el rincón más apartado del piano. Terrible conflicto. Se descubrió que el amo del establecimiento había ofrecido la sucesión de D. Sindulfo, y la habitación más cómoda, a Pérez primero, y después a Álvarez.
Pérez tenía el derecho de prioridad, sin duda; pero Álvarez... era un carácter. ¡Solemne momento! Los dos, temblando de ira, echaron mano al respaldo. -132- No se sabía si se disputaban un asiento o un arma arrojadiza.
No se insultaron, ni se comieron la figura más que con los ojos.
El amo de la casa se enteró del conflicto, y acudió al comedor corriendo.
-¡Usted dirá! -exclamaron a un tiempo los sabios.
Hubo que convenir en que el derecho de Pérez era el que valía.
Álvarez cedió en latín, es decir, invocando un texto del Derecho romano que daba la razón a su adversario. Quería que constase que cedía a la razón, no al miedo.
Pero llegó lo del aposento disputado. ¡Allí fue ella! También Pérez era el primero en el tiempo... pero Álvarez declaró que lo que es absurdo desde el principio, y nulo, por consiguiente, tractu temporis convalescere non potest, no puede hacerse bueno con el tiempo; y como era absurdo que todas las ventajas, por gollería, se las llevase Pérez, él se atenía a la promesa que había recibido..., y se instalaba desde luego en la habitación dichosa; donde, en efecto, ya había metido sus maletas.
Y plantado en el umbral, con los puños cerrados amenazando al mundo, gritó:
-In pari causa, melior est conditio possidentis.
Y entró y se cerró por dentro.
Pérez cedió, no a los textos romanos, sino por miedo.
En cuanto al rincón del coronel, se lo disputaban -133- todos los días, apresurándose a ocuparlo el que primero llegaba y protestando el otro con ligeros refunfuños y sentándose muy cerca y a la misma mesa de mármol. Se aborrecían, y por la igualdad de gustos y disgustos, simpatías y antipatías, siempre huían de los mismos sitios y buscaban los mismos sitios.
* * *
Una tarde, huyendo de la Rapsodia húngara, Pérez se fue al corredor y se sentó en una mecedora, con un lío de periódicos y cartas entre las manos.
Y a poco llegó Álvarez con otro lío semejante, y se sentó, enfrente de Pérez, en otra mecedora. No se saludaron, por supuesto.
Se enfrascaron en la lectura de sendas cartas.
De entre los pliegues de la suya sacó Álvarez una cartulina, que contempló pasmado.
Al mismo tiempo, Pérez contemplaba una tarjeta igual con ojos de terror.
Álvarez levantó la cabeza y se quedó mirando atónito a su enemigo.
El cual también, a poco, alzó los ojos y contempló con la boca abierta al infausto Álvarez.
El cual, con voz temblona, empezando a incorporarse y alargando una mano, llegó a decir:
-Pero... usted, señor mío..., ¿es... puede usted ser... el doctor... Gilledo?...
-Y usted... o estoy soñando... o es... parece ser... ¿es... el ilustre Fonseca?...
-Fonseca el amigo, el discípulo, el admirador... el apóstol del maestro Gilledo... de su doctrina...
-De nuestra doctrina, porque es de los dos: yo el iniciador, usted el brillante, el sabio, el profundo, el elocuente reformador, propagandista... a quien todo se lo debo.
-¡Y estábamos juntos!...
-¡Y no nos conocíamos!...
-Y a no ser por esta flaqueza... ridícula... que partió de mí, lo confieso, de querer conocernos por estos retratos...
-Justo, a no ser por eso...
Y Fonseca abrió los brazos, y en ellos estrechó a Gilledo, aunque con la mesura que conviene a los sabios.
La explicación de lo sucedido es muy sencilla. A los dos se les había ocurrido, como queda dicho, la idea de viajar de incógnito, Desde su casa Fonseca, en Madrid, y desde no sé dónde Gilledo, se hacían enviar la correspondencia al balneario, en paquetes dirigidos a Pérez y Álvarez, respectivamente.
Muchos años hacía que Gilledo y Fonseca eran uña y carne en el terreno de la ciencia. Iniciador Gilledo de ciertas teorías muy complicadas acerca del movimiento de las razas primitivas y otras baratijas -135- prehistóricas, Fonseca había acogido sus hipótesis con entusiasmo, sin envidia; había hecho de ellas aplicaciones muy importantes en lingüística y sociología, en libros más leídos, por más elocuentes, que los de Gilledo. Ni éste envidiaba al apóstol de su idea el brillo de su vulgarización, ni Fonseca dejaba de reconocer la supremacía del iniciador, del maestro, como llamaba al otro sinceramente. La lucha de la polémica que unidos sostuvieron con otros sabios, estrechó sus relaciones; si al principio, en su ya jamás interrumpida correspondencia, sólo hablaban de ciencia, el mutuo afecto, y algo también la vanidad mancomunada, les hicieron comunicar más íntimamente, y llegaron a escribirse cartas de hermanos más que de colegas.
Álvarez, o Fonseca, más apasionado, había llegado al extremo de querer conocer la vera effigies de su amigo; y quedaron, no sin contestarse por escrito la parte casi ridícula de esta debilidad, quedaron en enviarse mutuamente su retrato con la misma fecha... Y la casualidad, que es indispensable en esta clase de historias, hizo que las tarjetas aquellas, que tal vez evitaron un crimen, llegaran a su destino el mismo día.
Más raro parecerá que ninguno de ellos hubiera escrito al otro lo de la ida a tal balneario, ni el nombre falso que adoptaban... Pero tales noticias se las daban precisamente (¡claro!) en las cartas que con los retratos venían.
* * *
Mucho, mucho se estimaban Álvarez y Pérez, a quienes llamaremos así por guardarles el secreto, ya que ellos nada de lo sucedido quisieron que se supiera en la fonda.
Tanto se estimaban, y tan prudentes y verdaderamente sabios eran, que depuestos, como era natural, todas las rencillas y odios que les habían separado mientras no se conocían, no sólo se trataron en adelante con el mayor respeto y mutua consideración, sin disputarse cosa alguna..., sino que, al día siguiente de su gran descubrimiento, coincidieron una vez más en el propósito de dejar cuanto antes las aguas y volverse por donde habían venido. Y, en efecto, aquella misma tarde Gilledo tomó el tren ascendente, hacia el sur, y Fonseca el descendente, hacia el norte.
Y no se volvieron a ver en la vida.
Y cada cual se fue pensando para su coleto que había tenido la prudencia de un Marco Aurelio, cortando por lo sano y separándose cuanto antes del otro. Porque ¡oh miseria de las cosas humanas! La pueril, material antipatía que el amigo desconocido le había inspirado... no había llegado a desaparecer después del infructuoso reconocimiento.
El personaje ideal, pero de carne y hueso, que ambos se habían forjado cuando se odiaban y despreciaban sin conocerse, era el que subsistía; el amigo real, pero invisible, de la correspondencia y de la teoría común, quedaba desvanecido... Para Fonseca el Gilledo que había visto seguía siendo el aborrecido archivero; y para Gilledo, Fonseca, el odioso boticario.
Y no volvieron a escribirse sino con motivo puramente científico.
Y al cabo de un año, un Jahrbuch alemán publicó un artículo de sensación para todos los arqueólogos del mundo.
Se titulaba Una disidencia.
Y lo firmaba Fonseca. El cual procuraba demostrar que las razas aquellas no se habían movido de Occidente a Oriente, como él había creído, influido por sabios maestros, sino más bien siguiendo la marcha aparente del sol... de Oriente a Occidente...

jueves, 10 de noviembre de 2011

DESPUÉS DEL ALMUERZO

Julio Cortázar



Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo.
Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo siento que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos amarillos que brillaban y brillaban.
Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo.
-Para que te compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de darle un poco, es preferible.
Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos para alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un peso y monedas.
Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Álvarez. Me parecía estar viendo todavía la cara del vigilante hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.
Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos Aires están cada vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en algún charco. Yo hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los zapatos nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco más hundida que las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas secas por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir, en realidad no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba mojando y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por las calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando chicle, o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa hasta el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de eso y el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad en la pierna, era como para no creer en tanta mala suerte junta.
A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del medio donde una señora ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión y está medio dormida con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno de esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la moneda golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije. Cortó uno, me miró un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. «Dos, por favor», repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás. Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de algunos pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada momento tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando el gato de los Álvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente, por ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.
Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no quisiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse, y hubiera jurado que le decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en ese momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una patada en las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento donde la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas me estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde a lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.
Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol precioso y las calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada más que por el gusto de hacerlo, como tantos otros gustos que nadie se explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un tipo alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi asiento le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la plataforma delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor me decía alguna cosa.
A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder, que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban con el codo para llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se le pasara el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar, me pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle, me di cuenta de que no íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría justo en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera. Y claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba qué sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque los vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía Encarnación.
Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había un banco muy lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como los gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino la idea de abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos, sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que en ese momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque si lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar a tomar un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a su lado o me iba a darle manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba, y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní y se cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia, y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la beneficencia o algún vigilante.
No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante de mí se veía como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era solamente la cara de papá porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde estaba la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó que me secara la frente porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo, y entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en el labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había arañado la boca.
No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí corriendo y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas salían volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese aire que toman para mirar a los chicos que corren, como si fuera un pecado. Después de un rato lo limpié un poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y llevarlo, las palabras no las escuchaba o se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido, así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada. Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo abandoné», y aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra vez... No era fácil, pero a lo mejor... Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando me vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos de esas cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la cara.