martes, 27 de diciembre de 2011

Continuidad de los parques

Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. La luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.







lunes, 26 de diciembre de 2011

Horacio Quiroga

Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte. Lucía volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que Lucía decía a mamá:

–¡Qué extraño...! Tengo las cejas hinchadas.

Mamá examinó seguramente las cejas de nuestra tía, pues después de un rato contestó:

–Es cierto... ¿No sientes nada?
–No... Sueño.

Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Lucía tenía viruela, y de cierta especie hemorrágica que había adquirido en Buenos Aires. Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa. ¡Esta vez nuestra tía –¡casualmente nuestra tía!– enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.

Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Lucía. Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en furiosos robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso terrenal.

Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos robinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración. Pasábamos el día entero huroneando por la quinta, bien que las higueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre un fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética privó siempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando a medias el pozo, nos proporcionara satisfacción artística a la par que científica.

Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fue el cañaveral. Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas oblicuas, varas atravesadas, varas dobladas hacia tierra. Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el aire de polvo y briznas al menor contacto. Aclaramos el secreto, sin embargo, y sentados con mi hermana en la sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo. Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa, inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había venido con Lucía de Buenos Aires.

Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuido sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de carácter, fomentaba. María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo.

–Te aseguro –decía él a mamá, señalándonos con el mentón– que desearía vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
–¡Déjalos! –respondía mamá, cansada.

Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato. A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el artefacto. Este artefacto consistía en una pipa que yo había fabricado con un trozo de caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores. En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro, y sentándonos entonces con las rodillas altas encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba mi acto con los ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa más abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva.

–¿Rico? –me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
–Rico –le contesté pasándole la horrible máquina.

María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta, rechazando aquello. Su valor fue mayor que el mío.

–Es rico –dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.

Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a aquel infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho alabarle la nauseabunda fogata.

–¡Psht! –dije bruscamente, prestando oído–. Me parece el gargantilla del otro día... Debe de tener nido aquí...

María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos escudriñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi invención, para retirarnos prudentemente del tabaco sin que nuestro orgullo sufriera. Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto resultado. Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos levantado ya la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos quejamos a mamá.

–¡Bah!, no hagan caso –nos respondió mamá, sin oírnos casi–. Él es así.
–¡Es que nos va a pegar un día! –gimoteó María.
–Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? –añadió dirigiéndose a mí.
–Nada, mamá... ¡Pero yo no quiero que me toque! –objeté a mi vez.

En este momento entró nuestro tío.

–¡Ah! Aquí está la buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas este hijo, ya verás!
–Se quejan de que quieres pegarles.
–¿Yo? –exclamó el padrastrillo midiéndome–. No lo he pensado aún. Pero en cuanto me faltes al respeto...
–Y harás bien –asintió mamá.
–¡Yo no quiero que me toque! –repetí enfurruñado y rojo–. ¡Él no es papá!
–Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. En fin, ¡déjenme tranquila! –concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
–¡Nadie me va a pegar a mí’ –asenté.
–¡No... Ni a mí tampoco! –apoyó ella, por la cuenta que le iba.
–¡Es un zonzo!

Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con furibunda risa y marcha triunfal:

–¡Tío Alfonso... es un zonzo! ¡Tío Alfonso... es un zonzo!

Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro Pateador, pero ya epíteto este a la mayor gloria de la mula Maud. El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que rodeado de papel de fumar fue colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta. Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo. Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento para contarlas. Sólo sé que el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.

–¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a acordar de mí!
–¡Alfonso!
–¿Qué? ¡No faltaba más que tú también...! ¡Si no sabes educar a tus hijos, yo lo voy a hacer!

Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me vio entonces y se lanzó sobre mí.

–¡Yo no hice nada! –grité.
–¡Espérate! –rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
–¡Alfonso, déjalo!
–¡Después te lo dejaré!
–¡Yo no quiero que me toque!
–¡Vamos, Alfonso! Pareces una criatura!

Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese instante yo salía como de una honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás. En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los naranjos y los perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su piedra, surgió terriblemente nítida.

–¡No quiero que me toque! –grité aún.
–¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
–¡Me voy a tirar al pozo! –aullé para que mamá me oyera.
–¡Yo soy el que te va a tirar!

Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado, hundiéndome bajo la hojarasca. Tío desembocó enseguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba. El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos dilatados, y se aproximó al pozo. Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar, y después de una lenta mirada al pozo y sus alrededores, comenzó a buscarme. Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres, conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona cuanto era posible hacer para hallarme. Descubrió enseguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable olfato; pero aparte de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en consecuencia. Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien claro. ¿Con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para evitar que él me pegara? Pasaron diez minutos.

–¡Alfonso! –sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
–¿Mercedes? –respondió aquél tras una brusca sacudida.
Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada.
–¿Y Eduardo? ¿Dónde está? –agregó avanzando.
–¡Aquí, conmigo! –contestó riendo–. Ya hemos hecho las paces.

Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él pretendía ser beatífica sonrisa, todo fue bien.

–¿No le pegaste, no? –insistió aún mamá.
–No. ¡Si fue una broma!

Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el padrastrillo. Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el patio, y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.

–¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!

Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme con vida aún...? El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe... Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes...

–¡Pobre, pobre madre! –repetía mi tía.

Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal, no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor, sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de venganza. Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo enseguida la seguridad de una catástrofe.

–¡Eduardo, mi hijo! –clamó arrancándose de las manos de su hermana que pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.
–¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!
–¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Alfonso!

Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo. Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un espantoso alarido.

–¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo has muerto!

Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo la desesperación de mamá, puesto que yo –motivo de aquella– estaba en verdad vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera de los grandes que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea! Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.

–¡Hum...! ¡Pegarme! –rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa bien guardada entre el follaje. Aquél era el momento de dedicar toda mi seriedad a agotar la pipa.

El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo, la tarea que sabía dura, con el caño contraído y los dientes crispados sobre la boquilla. Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas de humo.

Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.

–¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor que me has causado!
–¡Pero, vamos! –decíale mi tía mayor–. ¡No seas loca, Mercedes! ¡Ya ves que no tiene nada!
–¡Ah! –repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro–. ¡Sí, ya pasó...! Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío...!

El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo dejar para un momento de mayor calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida. Abrí al fin los ojos, me sonreí, y volví a dormirme, esta vez honrada y profundamente. Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.

–¿Qué merecerías que te hiciera? –me dijo con sibilante rencor–. ¡Lo que es mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!

Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago continuaba todavía adherido a la garganta. Sin embargo, le respondí:

–¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!

Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, ¿expresan acaso desesperado valor?
Es posible que sí. De todos modos el padrastrillo, después de mirarme fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco caída.

–Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio –murmuró.
–Creo lo mismo –le respondí.

Y me dormí.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Es que somos muy pobres

Juan Rulfo


Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

martes, 20 de diciembre de 2011

Secreto a Voces

Seguramente alguien ya lo había leído. Irene no lo encontró en su mochila, donde a veces lo traía con el temor de que en casa su hermano lo abriera. El diario no tenía llave, así es que lo sujetaba con una liga a la que colocaba una pluma —del plumero— con la curva hacia el lomo de la libreta. De esa manera, cualquier cambio en la colocación de la pluma, delataba una intromisión. Nunca pensó que en la escuela alguien se atrevería a sacarlo de su mochila.
Se acordó de la tía Beatriz con rabia. Cómo se le había ocurrido regalárselo. “A mí me dieron un diario a los quince años, así es que decidí hacer lo mismo contigo.” Deseó no haber tenido nunca ese libro de tapas de piel roja. Ahora estaba circulando por el salón, quién sabe por cuántas manos, por cuántos ojos.
Miró de soslayo, sin atreverse a un franco recorrido de las caras de sus compañeros que resolvían los problemas de trigonometría. Temía toparse con alguna mirada burlona, poseedora de sus pensamientos escondidos.
Repasó las numerosas páginas donde estaba escrito cuánto le gustaba Germán, cómo le parecían graciosos esos ojos color miel en su cara pecosa y cómo se le antojaba que la sacara a bailar en las fiestas del grupo. Más lo pensaba y se ponía colorada. Menos mal que había notado la pérdida en la última clase del día. No podría haber resistido el recreo, ni las largas horas de clases de la mitad de la mañana, sabiéndose entre los labios de todos y que su amor por Germán era un secreto a voces.
Justo el día anterior, Germán se había sentado junto a ella a la hora de la biblioteca. Debían hacer un resumen de un cuento leído la semana anterior. Como no se podía hablar, Germán le pasó un papelito pidiendo ayuda. “SOS, yo analfabeta.” Con dibujitos y flechas, Irene le contó la historia que Germán a duras penas entendía y se empezaron a reír. La maestra se acercó al lugar del ruido y atrapó el papelito cuando Germán lo arrugaba de prisa entre sus manos. La salida de la hora de biblioteca les valió una primera plática extra escolar y dos puntos menos en lengua y literatura.
Todo eso había escrito Irene en su libreta roja el miércoles 23 de abril, mencionando también qué bien se le veía el mechón de pelo castaño sobre la frente y cómo era su sonrisa mientras le pedía disculpas y le invitaba un helado, el viernes por la tarde, como desagravio. Los mismos latidos agitados de su corazón al darle el teléfono, estaban consignados en esa última página plagada de corazones con una G y una I que ahora, todos, incluso el mismo Germán, conocían.
Al sonar la campana, abandonó de prisa el salón, y hasta fue grosera con Marisa.
—¿Qué te pasa?, parece que te picó algo.
—Me siento mal —contestó sin mirarla siquiera y preparando su ausencia del día siguiente.
En la casa, por la tarde, recordó ese menjurje que le dieron una vez para que devolviera el estómago. Agua mineral, un pan muy tostado y sal; todo en la licuadora. Cuando llegó su madre del trabajo, la encontró inclinada sobre el excusado y con la palidez de quien ha echado fuera los intestinos.
Pasó la mañana del viernes en pijama, intentando leer El licenciado Vidriera que era tarea para el mes siguiente pero decidiéndose por Los crímenes de la calle Morgue, pues al fin y al cabo no pensaba volver más a esa secundaria. Poco se pudo concentrar, pensando en las líneas de su libreta que ahora eran del dominio público y planeando la manera de argumentar en su casa un cambio de escuela. Era tal su voluntad de olvidarse del salón de clases, que ni siquiera reparó en que era viernes y que había quedado con Germán de tomar un helado hasta que sonó el teléfono.
—Te llama un compañero, Irene —gritó su madre.
No pudo negarse a contestar, habría tenido que dar una explicación a su madre, así es que se deslizó con pesadez hasta el teléfono del pasillo.
—Lo tengo —gritó para que su madre colgara.
—Bueno.
—Hola, soy Germán. ¿Qué te pasó?
—Me enfermé del estómago.
—¿Y todavía te animas al helado? —se le oyó con cierto temor.
Irene se quedó callada buscando una respuesta tajante.
—No, no me siento bien.
—Entonces voy a visitarte —dijo decidido—, así te llevo el tema de la investigación de biología. Nos tocó juntos.
No tuvo más remedio que darle su dirección, bañarse a toda prisa y vestirse. Esa intempestiva voluntad de Germán por verla era un clara prueba de que la sabía suspirando por él. Ahora tendría que ser fría, desmentir aquellas confesiones escritas en el diario como si fueran de otra.
German llegó puntual y con una cajita de helado de limón pues “era bueno para el dolor de estómago”. Irene se empeñó en estar seca, distante y sin mucho entusiasmo por el trabajo que harían juntos. La cara de Germán fue perdiendo la sonrisa que a ella tanto le gustaba.
Antes de despedirse, y con el ánimo notoriamente disminuido después de la efusiva llegada con el helado de limón, Germán le pidió el temario para los exámenes finales pues él lo había perdido. Irene subió a la recámara y hurgó sin mucho éxito por los cajones del escritorio y en su mochila. Se acordó de pronto que apenas el jueves había cambiado todo a la mochila nueva. Dentro del clóset oscuro, metió la mano en la mochila vieja y se topó con algo duro. Lo sacó despacio, era el diario de las tapas rojas con la curva de la pluma hacia el lomo.
Bajó de prisa las escaleras.
—Lo encontré —dijo aliviada—, pero el temario no.
Germán la miró sin entender nada.
—Es que ya no iba a volver a la escuela —explicó turbiamente—. ¿Quieres helado?
—Ya me iba —contestó Germán, aún dolido.
—No, todo ha sido un malentendido. No te puedo explicar, pero quédate, por favor
—intentó Irene.
—Está bien —contestó Germán con esa sonrisa que a ella tanto le gustaba y el mechón castaño sobre la frente, sin saber que esa tarde quedaría escrita en un libro de tapas rojas.
* Lavín, Mónica, “Secreto a voces”, en Atrapados en la escuela, México, Selector, 1994.

Ladys Bar

Si sus padres la vieran se alarmarían. Es una muchacha, como diríamos para no usar la palabra decente, correcta. Acostumbrada a ir a sitios atildados, donde se reúne cierto tipo de gente. Tiene gusto por delicadezas como que los hombres se pongan de pie cuando ella se acerca a la mesa, o que alguien se fije en su reloj discreto y de buen gusto, que quien la acompañe ordene del menú lo que es bueno para los dos y le pregunte si está de acuerdo. No es chica que conozca hoteles de paso ni cantinas baratas, al menos eso creen sus padres. Ella misma disimula haber ido a alguno de esos hoteles garaje con cortina que oculta el coche y que despiden un acre olor a desinfectante, haciendo igual de instintivo y secreto el sexo de unos y otros.
ladies
Hoy ha entrado con Eduardo al bar Florida que está en una esquina del centro de la ciudad. Han ido a un museo, a caminar por ciertas calles despejadas recientemente que revelan una ciudad de acequias y mercadeo con fachadas nunca antes vistas. Han entrado al antiguo convento de La Merced y se han extasiado con sus columnas labradas y su patio íntimo y señorial. No es que el lugar estuviera abierto al público pero el vigilante, sensible al deseo de los paseantes, les ha permitido la entrada por una contribución voluntaria y espontánea. Nada tonto, porque después de aquel encaje de piedra, de aquella reclusión inesperada a unos metros de la calle de Roldán con sus montones de chiles secos violetas, pardos y amarillos, no dudan en sacar un billete y agradecer el privilegio, la deferencia. De estar abierto al público no tendrían el placer de ser los únicos andando por el convento donde, Eduardo lo leyó en algún lado, el Dr. Atl vivió un tiempo. Seguramente en el mismo estado de abandono.

El puro paseo los ha excitado, como si hubieran puesto un pie en la ciudad prohibida. La ciudad prohibida de su ciudad, como descubrir un placer secreto en el cuerpo con el que se ha vivido tanto tiempo. Por eso cuando Eduardo le contó, al pasar frente al Florida, que de joven miraba aquel bar cuya entrada no revelaba nada de lo que ocurría adentro, ella se interesó. Entonces tenía un letrero que lo inquietaba: Ladies Bar. Desde la acera opuesta, él prosiguió, imaginaba mujeres de cuerpos sinuosos, cinturas breves, escotes pronunciados, uñas pintadas, labios reventando, mujeres de ojos lánguidos, opiadas de placer, abundantes en las formas y el bamboleo de sus cuerpos.
Mayra lo escuchaba fascinada. Veía a un Eduardo que no conocía. Eduardo no podía entrar a los dieciséis años y tampoco tenía con quien compartir aquel fantaseo. Cuando iba por su madre que trabajaba ahí cerca, se daba tiempo para mirar desde afuera. Un hombre de traje salía recomponiéndose la corbata, otro trastabillando por el licor bebido, pero nunca una mujer prendida del brazo de alguno. Mujeres que en la imaginación de Eduardo parecían Catherine Deneuve en Bella de día. Elegantes pero insinuosas. O despampanantes pero recatadas. Ah, se saboreaba Eduardo, como si el muchacho de dieciséis años no le quedara tan atrás. Y Mayra lo miraba, entrometiéndose con el deseo que lo ocupara entonces. Quería acompañarlo al centro de sus fantasías, a la provocación de un anuncio como Ladies Bar. Lo imaginaba rozando su sexo hambriento por las noches, dedicando sus orgasmos a mujeres imposibles. La estampa de un hombre deseante la exaltaba.

Vamos, le dijo jalándolo hacia el Florida. Nada te lo impide ya. Eduardo miró calle abajo y calle arriba, la tarde pardeaba y era verdad, más allá de la sensación de que no era un lugar para Mayra, no había quién se lo impidiera. Pero tú… intentó defenderse. Yo quiero ver a esas mujeres, insistió Mayra cuando ya cruzaban el arremetimiento del muro que daba a un cuarto pequeño, una barra insípida al fondo y una rockola frente a una pista menuda. La sensación de Mayra al principio fue de desilusión, se sintió estar en un pueblo, aquel era un bar sin sofisticación alguna donde no podía haber peligro. Ni siquiera parecía tener ese halo misterioso con el que soñara Eduardo. Se sentaron en la primera mesa que les salió al paso, muy cerca de la pista y de la calle. También de la rockola. Entonces las descubrieron. No llevaban el pelo sostenido en un chongo elevado, ni aretes largos, ni ojos delineados y labios nacarados. Tampoco eran acinturadas y caderonas. Llevaban faldas muy breves y pegadas que acentuaban sus piernas fuertes, invitadoras, unos fustes rozagantes que prometían un paraíso húmedo arriba del dobladillo. Mayra las miró a su gusto, en un lugar así tenía permiso para mirar. Son ficheras, le explicó Eduardo. Mayra repasó las películas mexicanas donde había conocido el oficio y sintió que no se parecían tampoco a esa estampa de tugurio arrabalero. Aquí privaba lo sórdido. Un hombre en una esquina hundía la cabeza en el hombro de la chica que dejaba que la mano opuesta se meciera por sus piernas, atrevida y ceremoniosa. Mayra miraba aquellos dedos que les brindaban una función no deseada, asombrada ante el desenfadado. Eduardo pidió dos vodkas al mesero. Mejor hubiera sido cerveza, como había aprendido Mayra cuando iba a antros o lugares donde el alcohol podía ser de dudosa procedencia, pero su arrobo no le permitió prudencia alguna y aceptó el vodka y bebió un trago porque necesitaba el fresco que tanta pierna revoloteando a su alrededor le robaba. Salud, dijo Eduardo. No le cuentes a tus padres. La trataba como a una niña cuando estaba a punto de cumplir treinta. Ni tú a tu hijo, se burló ella. Eduardo era mayor que ella y tenía un hijo del matrimonio anterior. Salud por tus piernuditas. Eduardo se perdió en el borde de la falda de la chaparra que bailaba muy cerca de él con el hombre que la conducía con cierto estilo; con más lucimiento personal que deseo por la mujer. Mayra vio los ojos de Eduardo lamer el contorno de esos muslos. Lo vio recorrer el talle y llegar al cuello donde una mata oscura caía y oscurecía el borde del escote. No sabía si era porque estaban sentados muy cerca de la minúscula pista pero parecían obligados a mirar aquellas faldas ajustadísimas y las piernas que brotaban de ellas como si la falda fuera un mero requisito, un leve taparrabos del sexo oscuro que sudaba mientras ellas bailaban. No son como las que imaginabas entonces, ¿verdad?, le preguntó a Eduardo. No, contestó lacónico y dio otro trago al vodka parapetándose en la transparencia húmeda y fría del vaso.
ladies2
Mayra imaginó a la fichera de esas firmes piernas acomodarse en el regazo de Eduardo, imaginó el sexo de Eduardo alborotado por el roce de esos muslos y ese borde tan invitador. ¿Cómo se vería ella en una falda así de ceñida y corta? La pura sensación de la prenda ajustada la exaltó. Sin duda conseguiría las miradas de los hombres. Sin duda la mano de Eduardo hurgaría entre las piernas de Mayra. Y habría hombres con el sexo abultado sólo por ella y su falda. ¿A que te gustaría que se sentara en tus piernas?, lo provocó Mayra. Sabía que Eduardo no haría nada atrevido porque ella, muchacha correcta, estaba bajo su tutela y que, entreteniéndose con otra, ella peligraba, nada más lejano a lo que Eduardo podía permitir. La chica de la pista percibió la insistencia de las miradas de la pareja porque se acercó con el bailarín que la conducía como trompo chillador y les meneó el cuerpo casi al ras de la mesa para que Eduardo viera sus piernas morenas y paladeables y Mayra viera la lengua de Eduardo mojando sus labios por no poder arrastrarla en piel ajena. Mayra quiso ser la de la falda. Alguien debió haberlo notado, que no fue el hombre que le recorría las piernas a la fichera regordeta sentada en la mesa de la esquina, ni el que bailaba con las dos señoras entradas en años que diluían su soledad en el baile que tan bien les salía. Fue el mesero, aquel chistosito que ya había pasado y preguntado si no bailaba la pareja, y que ahora venía diciendo que si el señor no se molestaba y le permitía bailar con ella una pieza. Un mesero bailarín que nada más al poner un pie Mayra en la pista abusó de su condición de servidor del bar, que lleva copas y cobra propinas, inofensiva comparsa que sólo atiza la lumbre, para hacerla girar y quebrarse, tomarla de la cintura y agitarla con una confianza obscena que al principio molestó a Mayra pero que luego olvidó, porque los ojos de Eduardo sonrieron ante su mirada que buscaba aprobación. La rodearon las ficheras con sus piernotas y sus faldas, la más buena más cerca y más enfática diciendo así se hace y May-ra elevando los brazos y contoneándose como si el ritmo salvaje se le hubiera metido por los poros. Mayra cerrando los ojos y abriéndolos entre hurras y movimientos de esas mujeres atizadas, cómplices del desenfreno en aquella sordidez robada al paso de transeúntes, tan ajenos al otro lado de la puerta como Eduardo a sus dieciséis años y entonces Mayra entró en las fantasías de Eduardo. Azuzada por los hombres y las mujeres que la acorralaban, por ellas que la tomaban de la cintura y la soltaban, por ellos que le jalaban un brazo y la hacían girar el torso, por esos cuerpos inflamados de gozo y desparpajo se volvió esas mujeres con las que los dieciséis años de Eduardo se extasiaban por las noches, esas mujeres de pantaletas de encaje, de perfumes oscuros, de coqueterías expertas, de labios reventones y púrpura. Mayra era las mujeres que Eduardo sólo podía desear desde la acera de Revillagigedo mientras esperaba a que su madre saliera del trabajo. Y a Mayra le gustó esa altura de mujer inalcanzable, esa bajeza del estilo que le prodigaban estos hombres y mujeres que abandonaban rigores. Miró a la mujer que les había bailado en la mesa acercarse con un paso embestidor y comprendió que la deseaba como Eduardo. Y que sentirse el centro de esos ánimos inflamados la volvían hombre y mujer. Deseada y deseosa. Quería tocar bajo esa falda, encontrar la humedad viscosa de esa mujer que se ofrecía a ella, a Eduardo, al que bailaba con ella, al que ponía a José José en la rockola para acabar con el fuego, para traer un gavilán o paloma y frenar el vuelo que Mayra había alcanzado.

Y cuando tomaba el aire que le había sido robado y acomodaba el vestido que, torcido, mostraba más de su escote de lo que hubiera querido, y buscaba a Eduardo en la mesa, consciente de que lo había olvidado, un hombre se acercó para pedirle la pieza, tomarla del talle y repegarla a su cuerpo donde su sexo punzaba por consuelo. La muchacha correcta intentó escabullirse buscando la protección de Eduardo en la mesa vacía, en el corro que la olvidaba y en la mano que la tomaba y se la llevaba a un sitio oscuro diciendo no hay problema, aquí nos venimos a olvidar del mundo.

Mónica Lavín.
Escritora. Algunos de sus libros son: Pasarse de la raya, Yo, la peor y Café cortado.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

UN DÍA DE ESTOS

Gabriel García Marquez


El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.
FIN