Si sus padres la vieran se alarmarían. Es una muchacha, como diríamos para no usar la palabra decente, correcta. Acostumbrada a ir a sitios atildados, donde se reúne cierto tipo de gente. Tiene gusto por delicadezas como que los hombres se pongan de pie cuando ella se acerca a la mesa, o que alguien se fije en su reloj discreto y de buen gusto, que quien la acompañe ordene del menú lo que es bueno para los dos y le pregunte si está de acuerdo. No es chica que conozca hoteles de paso ni cantinas baratas, al menos eso creen sus padres. Ella misma disimula haber ido a alguno de esos hoteles garaje con cortina que oculta el coche y que despiden un acre olor a desinfectante, haciendo igual de instintivo y secreto el sexo de unos y otros.
Hoy ha entrado con Eduardo al bar Florida que está en una esquina del centro de la ciudad. Han ido a un museo, a caminar por ciertas calles despejadas recientemente que revelan una ciudad de acequias y mercadeo con fachadas nunca antes vistas. Han entrado al antiguo convento de La Merced y se han extasiado con sus columnas labradas y su patio íntimo y señorial. No es que el lugar estuviera abierto al público pero el vigilante, sensible al deseo de los paseantes, les ha permitido la entrada por una contribución voluntaria y espontánea. Nada tonto, porque después de aquel encaje de piedra, de aquella reclusión inesperada a unos metros de la calle de Roldán con sus montones de chiles secos violetas, pardos y amarillos, no dudan en sacar un billete y agradecer el privilegio, la deferencia. De estar abierto al público no tendrían el placer de ser los únicos andando por el convento donde, Eduardo lo leyó en algún lado, el Dr. Atl vivió un tiempo. Seguramente en el mismo estado de abandono.
El puro paseo los ha excitado, como si hubieran puesto un pie en la ciudad prohibida. La ciudad prohibida de su ciudad, como descubrir un placer secreto en el cuerpo con el que se ha vivido tanto tiempo. Por eso cuando Eduardo le contó, al pasar frente al Florida, que de joven miraba aquel bar cuya entrada no revelaba nada de lo que ocurría adentro, ella se interesó. Entonces tenía un letrero que lo inquietaba: Ladies Bar. Desde la acera opuesta, él prosiguió, imaginaba mujeres de cuerpos sinuosos, cinturas breves, escotes pronunciados, uñas pintadas, labios reventando, mujeres de ojos lánguidos, opiadas de placer, abundantes en las formas y el bamboleo de sus cuerpos.
Mayra lo escuchaba fascinada. Veía a un Eduardo que no conocía. Eduardo no podía entrar a los dieciséis años y tampoco tenía con quien compartir aquel fantaseo. Cuando iba por su madre que trabajaba ahí cerca, se daba tiempo para mirar desde afuera. Un hombre de traje salía recomponiéndose la corbata, otro trastabillando por el licor bebido, pero nunca una mujer prendida del brazo de alguno. Mujeres que en la imaginación de Eduardo parecían Catherine Deneuve en Bella de día. Elegantes pero insinuosas. O despampanantes pero recatadas. Ah, se saboreaba Eduardo, como si el muchacho de dieciséis años no le quedara tan atrás. Y Mayra lo miraba, entrometiéndose con el deseo que lo ocupara entonces. Quería acompañarlo al centro de sus fantasías, a la provocación de un anuncio como Ladies Bar. Lo imaginaba rozando su sexo hambriento por las noches, dedicando sus orgasmos a mujeres imposibles. La estampa de un hombre deseante la exaltaba.
Vamos, le dijo jalándolo hacia el Florida. Nada te lo impide ya. Eduardo miró calle abajo y calle arriba, la tarde pardeaba y era verdad, más allá de la sensación de que no era un lugar para Mayra, no había quién se lo impidiera. Pero tú… intentó defenderse. Yo quiero ver a esas mujeres, insistió Mayra cuando ya cruzaban el arremetimiento del muro que daba a un cuarto pequeño, una barra insípida al fondo y una rockola frente a una pista menuda. La sensación de Mayra al principio fue de desilusión, se sintió estar en un pueblo, aquel era un bar sin sofisticación alguna donde no podía haber peligro. Ni siquiera parecía tener ese halo misterioso con el que soñara Eduardo. Se sentaron en la primera mesa que les salió al paso, muy cerca de la pista y de la calle. También de la rockola. Entonces las descubrieron. No llevaban el pelo sostenido en un chongo elevado, ni aretes largos, ni ojos delineados y labios nacarados. Tampoco eran acinturadas y caderonas. Llevaban faldas muy breves y pegadas que acentuaban sus piernas fuertes, invitadoras, unos fustes rozagantes que prometían un paraíso húmedo arriba del dobladillo. Mayra las miró a su gusto, en un lugar así tenía permiso para mirar. Son ficheras, le explicó Eduardo. Mayra repasó las películas mexicanas donde había conocido el oficio y sintió que no se parecían tampoco a esa estampa de tugurio arrabalero. Aquí privaba lo sórdido. Un hombre en una esquina hundía la cabeza en el hombro de la chica que dejaba que la mano opuesta se meciera por sus piernas, atrevida y ceremoniosa. Mayra miraba aquellos dedos que les brindaban una función no deseada, asombrada ante el desenfadado. Eduardo pidió dos vodkas al mesero. Mejor hubiera sido cerveza, como había aprendido Mayra cuando iba a antros o lugares donde el alcohol podía ser de dudosa procedencia, pero su arrobo no le permitió prudencia alguna y aceptó el vodka y bebió un trago porque necesitaba el fresco que tanta pierna revoloteando a su alrededor le robaba. Salud, dijo Eduardo. No le cuentes a tus padres. La trataba como a una niña cuando estaba a punto de cumplir treinta. Ni tú a tu hijo, se burló ella. Eduardo era mayor que ella y tenía un hijo del matrimonio anterior. Salud por tus piernuditas. Eduardo se perdió en el borde de la falda de la chaparra que bailaba muy cerca de él con el hombre que la conducía con cierto estilo; con más lucimiento personal que deseo por la mujer. Mayra vio los ojos de Eduardo lamer el contorno de esos muslos. Lo vio recorrer el talle y llegar al cuello donde una mata oscura caía y oscurecía el borde del escote. No sabía si era porque estaban sentados muy cerca de la minúscula pista pero parecían obligados a mirar aquellas faldas ajustadísimas y las piernas que brotaban de ellas como si la falda fuera un mero requisito, un leve taparrabos del sexo oscuro que sudaba mientras ellas bailaban. No son como las que imaginabas entonces, ¿verdad?, le preguntó a Eduardo. No, contestó lacónico y dio otro trago al vodka parapetándose en la transparencia húmeda y fría del vaso.
Mayra imaginó a la fichera de esas firmes piernas acomodarse en el regazo de Eduardo, imaginó el sexo de Eduardo alborotado por el roce de esos muslos y ese borde tan invitador. ¿Cómo se vería ella en una falda así de ceñida y corta? La pura sensación de la prenda ajustada la exaltó. Sin duda conseguiría las miradas de los hombres. Sin duda la mano de Eduardo hurgaría entre las piernas de Mayra. Y habría hombres con el sexo abultado sólo por ella y su falda. ¿A que te gustaría que se sentara en tus piernas?, lo provocó Mayra. Sabía que Eduardo no haría nada atrevido porque ella, muchacha correcta, estaba bajo su tutela y que, entreteniéndose con otra, ella peligraba, nada más lejano a lo que Eduardo podía permitir. La chica de la pista percibió la insistencia de las miradas de la pareja porque se acercó con el bailarín que la conducía como trompo chillador y les meneó el cuerpo casi al ras de la mesa para que Eduardo viera sus piernas morenas y paladeables y Mayra viera la lengua de Eduardo mojando sus labios por no poder arrastrarla en piel ajena. Mayra quiso ser la de la falda. Alguien debió haberlo notado, que no fue el hombre que le recorría las piernas a la fichera regordeta sentada en la mesa de la esquina, ni el que bailaba con las dos señoras entradas en años que diluían su soledad en el baile que tan bien les salía. Fue el mesero, aquel chistosito que ya había pasado y preguntado si no bailaba la pareja, y que ahora venía diciendo que si el señor no se molestaba y le permitía bailar con ella una pieza. Un mesero bailarín que nada más al poner un pie Mayra en la pista abusó de su condición de servidor del bar, que lleva copas y cobra propinas, inofensiva comparsa que sólo atiza la lumbre, para hacerla girar y quebrarse, tomarla de la cintura y agitarla con una confianza obscena que al principio molestó a Mayra pero que luego olvidó, porque los ojos de Eduardo sonrieron ante su mirada que buscaba aprobación. La rodearon las ficheras con sus piernotas y sus faldas, la más buena más cerca y más enfática diciendo así se hace y May-ra elevando los brazos y contoneándose como si el ritmo salvaje se le hubiera metido por los poros. Mayra cerrando los ojos y abriéndolos entre hurras y movimientos de esas mujeres atizadas, cómplices del desenfreno en aquella sordidez robada al paso de transeúntes, tan ajenos al otro lado de la puerta como Eduardo a sus dieciséis años y entonces Mayra entró en las fantasías de Eduardo. Azuzada por los hombres y las mujeres que la acorralaban, por ellas que la tomaban de la cintura y la soltaban, por ellos que le jalaban un brazo y la hacían girar el torso, por esos cuerpos inflamados de gozo y desparpajo se volvió esas mujeres con las que los dieciséis años de Eduardo se extasiaban por las noches, esas mujeres de pantaletas de encaje, de perfumes oscuros, de coqueterías expertas, de labios reventones y púrpura. Mayra era las mujeres que Eduardo sólo podía desear desde la acera de Revillagigedo mientras esperaba a que su madre saliera del trabajo. Y a Mayra le gustó esa altura de mujer inalcanzable, esa bajeza del estilo que le prodigaban estos hombres y mujeres que abandonaban rigores. Miró a la mujer que les había bailado en la mesa acercarse con un paso embestidor y comprendió que la deseaba como Eduardo. Y que sentirse el centro de esos ánimos inflamados la volvían hombre y mujer. Deseada y deseosa. Quería tocar bajo esa falda, encontrar la humedad viscosa de esa mujer que se ofrecía a ella, a Eduardo, al que bailaba con ella, al que ponía a José José en la rockola para acabar con el fuego, para traer un gavilán o paloma y frenar el vuelo que Mayra había alcanzado.
Y cuando tomaba el aire que le había sido robado y acomodaba el vestido que, torcido, mostraba más de su escote de lo que hubiera querido, y buscaba a Eduardo en la mesa, consciente de que lo había olvidado, un hombre se acercó para pedirle la pieza, tomarla del talle y repegarla a su cuerpo donde su sexo punzaba por consuelo. La muchacha correcta intentó escabullirse buscando la protección de Eduardo en la mesa vacía, en el corro que la olvidaba y en la mano que la tomaba y se la llevaba a un sitio oscuro diciendo no hay problema, aquí nos venimos a olvidar del mundo.
Mónica Lavín. Escritora. Algunos de sus libros son: Pasarse de la raya, Yo, la peor y Café cortado.
Antología de literatura contemporánea de autores hispanos como Mariano Azuela hasta Isabel Allende y Rosario Ferré.. Cursos de español avanzado y desarrollo de vocabulario. Además de conversaciones guiadas en español. Con su variedad y su accesibilidad esta antología es la introducción ideal a la extraordinaria literatura Latinoamericana. Algunas lecturas son interactivas para desarrollo de vocabulario en español para estudiantes avanzados en el idioma.
martes, 20 de diciembre de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario